En esta columna la licenciada Débora Blanca, especialista en ludopatías, fuera de su campo de especialidad, da cuenta de algo efectivamente molesto. Los ruidos y luces de celulares que se mantienen prendidos en las salas de cine. En el presente es difícil desprenderse del adminículo. La Lic. Blanca exhorta pues se trata no de una vida, sino de un par de horas. Es para tener en cuenta, sin duda.
Por Débora Blanca*

Amo el cine. Me refiero a ir al cine, a esos lugares donde ocurre algo mágico. A finales del siglo XX muchos cines fueron cerrados y, en su lugar, se abrieron bingos e iglesias evangélicas. Conversiones regidas por un mercado que comenzaba a amasar un nuevo sujeto, anhelante de soluciones y respuestas. Y no tanto de preguntas y rebeldias.
Los templos de la Fe iban sustituyendo, paulatinamente, a los templos que invitaban a experimentar emociones y a pensar y pensarse. Y, ya que planteo la sustitución, es momento de ir al grano. Los celulares sustituyeron a los pochoclos. Sí, y lo digo debatiéndome entre la furia y la resignación.
Nunca pude soportar mirar una película mientras alguien hace ruidos de pochoclos. El ruido en esos baldes tamaño albañil, y luego el ruido del pobre pochoclo entre las muelas. Pude mientras llevaba a mis hijos a ver Shrek, Toy Story, o El hombre araña. Pero me es absolutamente imposible cuando se trata de películas de autor.
Me refiero a películas intrincadas. Que abren a tantos sentidos como debates posibles. Películas que pueden terminar de golpe, y que difícilmente lo hagan con un final feliz holliwodense (o como se escriba). En ellas actúan, muchas veces, personas del pueblo o ciudad donde fueron filmadas, con bandas de sonido, en ocasiones, disruptivas.
Películas lentas, con silencios, en blanco y negro. Ojo, no soy vanguardista ni mucho menos. Sólo que me gusta meterme en mundos distintos, mundos que me embadurnen de una ficción que haga que, al encenderse las luces, yo sea, al menos por un rato, otra persona.
¡No se puede prender el celular en el cine! Resulta que esquivo pochoclos y
me encuentro con las pantallitas ¡No!
Salgo de la sala y pude haber llorado, reído. Y en las cuadras que camino hasta el subte, pienso, trato de entender, recuerdo imágenes, frases, lagrimeo. Se trata de películas que, con una complicidad abrumadora, nos piden silencio, atención, entrega, para que puedan llevarnos adonde ellas lo decidan.
Películas gestantes de una ceremonia mágica, de un ritual compartido con otros en el cine.Y es aquí donde viene mi denuncia desesperada, denuncia a lo Violencia Rivas: ¡No se puede prender el celular en el cine! Resulta que esquivo pochoclos y me encuentro con las pantallitas ¡No!
La oscuridad es un elemento central en el cine. Sólo se mira lo que ocurre en la pantalla que compartimos todos, o sea, la peli. Las otras pantallas molestan, desconcentran, perturban, interrumpen la magia. Me enoja muchísimo, tengo que reconocerlo ¿Por qué cuesta tanto formar parte y cuidar los rituales compartidos?
¿Qué pasa que no se pueden despegar del celular durante dos horas? Cuando además, debieran conectarse con todos los sentidos. Para dejarse atravesar por la ficción. Es el triunfo de las tecnologías que nos sobresaturan de información e imágenes desprovistas de profundidad.
¡Son solo dos horas! Claro, me están adivinando. Ya tengo preparados los cartelitos para pegar en las butacas cuando vaya hoy a ver la peli francesa. «Prohibidos los pochoclos y los celulares. Acá ocurre la magia. Shhhhh».
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